La columna elucubradora está llegando a su casa un miércoles en lugar de un martes, pero eso no implica que usted vaya a encontrar algo demasiado diferente a lo habitual en ella. Por el contrario, es el discurso al que usted está acostumbrada/o, el que no sabe muy bien hacia dónde va, pero que tiene claro de dónde viene y que se construye semana a semana, anteponiendo la duda a las verdades absolutas. Si así le parece, tras el punto y aparte, tendrá inicio esta edición que es publicada tras el carnaval más triste de nuestras vidas.
Le confieso que estoy teniendo un grave problema (en realidad tengo muchos, pero por el momento me voy a concentrar en sólo uno), y lo quiero socializar para tratar de entenderme y a su vez entender algo de este momento confuso de la historia. Se lo sintetizo en que parece que he perdido la capacidad de discernir qué es real y qué no lo es, que vivo en un mundo de fantasías y que pese a que hay mentes iluminadas que me quieren hacer ver la verdad que está delante de mis ojos, yo me “emperro” en no verla.
Yo que de adolescente me creía tan transgresor y que de adulto pensé que había aportado mi minúscula voz y voluntad en el avance de las libertades individuales a lo largo de las décadas en las que he tenido voz y voto, resulta que descubro -llegado a la quinta década de vida-, que soy un bicho por demás conservador y crédulo, porque no logro sumarme a los que piensan que la irrupción del coronavirus es una “plandemia” orquestada por unos ocultos centros de poder (en los que están entreverados Bill Gates, George Soros, la OMS y las farmacéuticas –que están haciendo dinero, si-), y que tienen como objetivo dominarnos cual ovejitas de un rebaño.
No lograr visualizar eso -más adelante le diré algunos porqués-, me pone en un gran aprieto, pues me deja fuera de la vanguardia intelectual del siglo XXI y me posiciona como un viejo de “m” que no acepta la verdad de los nuevos iluminados.
Comprenda usted lo que esto significa para alguien que creía hasta hace un tiempo que tenía una forma de ver el mundo avanzada, progresista, humanista, abierta a nuevas ideas y teorías. Comprenda la duda tremenda que me gana el escuchar esas “verdades” que desparraman los nuevos “líderes de opinión”, comprenda la confusión que siento cuando intuyo que me -nos-, están tomando el pelo, pero miro al costado y sólo escucho aplausos y veo gestos de admiración hacia estos gurús del conocimiento del siglo XXI.
Un poco así, me sentí hace unos días atrás, cuando estuvieron en San José y en Libertad los de la Organización Mundial por la Vida, pero no ha sido la única vez que me ha ocurrido, porque los fanáticos de la conspiración, cuando uno dice, en el ámbito que sea, que quizás las cosas no sean tan simples como las plantean, lo acusan a uno de viejo iluso o aliado del plan global de dominación.
Cuando uno intenta explicar que las relaciones de poder son un poco más complejas que grupos secretos complotados para dominar el mundo, te clavan los dientes en la yugular y te dejan sangrando, dudando hasta de todo leído e internalizado sobre la cuestión del Poder -con mayúsculas-, a lo largo de la vida.
Es por eso que me tomo la libertad de hacer catarsis en esta edición elucubradora, han sido varias las ocasiones en que he tenido esa sensación, esa idea de que me están acusando de retrógrado, incrédulo y tonto, por no creer en la gran conspiración oculta que hay, ahora tras el coronavirus, pero antes fue con que querían instalarnos un chip para controlarnos y antes debe haber habido alguna cosa más, no lo recuerdo.
Y qué quiere que le diga, ese mundo binario, de buenos y malos, de A es igual a B, cargado de elementos fantásticos e historias de ocultismo, está bien para la adolescencia, pero si uno ya tiene algunos años más, debe pensar e investigar un poco más. Tener claro que no siempre, uno más uno da dos y dudar de todas las certezas.
Mire, yo le llevo todos los cuestionamientos que tienen que ver con el control social que está generando la pandemia; ahí sí hay toda una cuestión vidriosa en que llegar al abuso de la autoridad es muy fácil, porque las reglas y disposiciones aprobadas por gobiernos y parlamentos (fíjese que no me refiero sólo a la situación uruguaya), restringen libertades básicas como las de circulación, reunión y asociación.
Es vidrioso además porque cuenta con un amplio consenso social y también fomenta la delación y la condena de quienes no acaten o no puedan acatar las disposiciones (vio, este es un sistema de dominio y control mucho más complejo que grupos ocultos conspirando y se da ahora con la pandemia, pero en otros momentos de la historia se ha dado contra grupos humanos concretos, dígase judíos, comunistas, gitanos y todos los etcétera que le quiera agregar, porque si es para discriminar, los seres humanos somos mandados a hacer).
Esto es en verdad un problema serio ahora y lo seguirá siendo mientras no se controle la pandemia. No está bueno continuar cercenando libertades en nombre del efectivo combate del coronavirus, ni estará bueno si se perpetúan en el tiempo al acabar ésta. La libertad -para ser, no para hacer dinero-, es el bien supremo a preservar y la dictadura pandémica, no está buena, pero de ahí a negar la propia existencia de la enfermedad, para este nada humilde escriba de pueblo, hay una gran distancia.
Ahora que llego a este punto, a está casi racionalización pública de un dilema existencial, debo concluir que no me debo sentir como un viejo retrógrado, incrédulo y engañable, como quieren que me sienta los portadores de las nuevas verdades reveladas. Recordé que los portadores de las verdades únicas, tienden a ser déspotas, conservadores y autoritarios. En definitiva, que son lo que dicen condenar y por ello este acusado se declara inocente.
Vuelto al papel de eterno adolescente, el domingo me encontré con que había muerto Carlos Menem. Yo no tengo mucho para aportar de “Carlitos”, más que los tristes recuerdos que a uno le dejó la década de los 90 del siglo pasado y asociarlo inevitablemente con Lacalle Herrera y Sanguinetti de este lado del río (con nuestro diferente estilo de hacer las cosas, claro).
Yo no celebro muertes, ni la de un enemigo si lo tuviera, pero sí ejercito la memoria, por eso me crispa ver o leer algunas crónicas post mortem de figuras públicas como las de Menem, en las que se olvidan de momentos claves de la acción de los personajes, que le valieron el rechazo de millones de personas. “Qué sponsor la muerte”, dice el “Corto” Buscaglia” en la película “Hit” y yo me permito agregarle que “hasta un tipo con el prontuario de Menem es celebrado”.
Es tiempo de cerrar esta edición elucubradora, no sea que se me dé por contarle algún otro problema existencial que tengo (¿usted no los tiene?), y deba ocupar otra página del pasquín de pueblo para explayarme en ello. Lo bueno, siempre es mejor en pequeñas dosis -lo dice un petiso engreído-, por eso decido que espere hasta el martes 23 (¿vio?, un día menos), para que sigan surgiendo esas dudas que nunca terminan de ser respondidas por completo. Hasta la próxima.
Por Javier Perdomo.