Elucubraciones

Elucubraciones semanales, edición 04/05/2021: «hay ollas y ollas»

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Llegó el momento de poner mis dedos sobre el teclado y comenzar a tirar las primeras palabras de una nueva edición elucubradora que, como siempre, se presenta como una verdadera incógnita hasta para su propio autor. En los siguientes párrafos me enroscaré en nuevos líos conceptuales que pueden no llevarnos a ninguna parte, pero que en definitiva son más útiles que quedarme pasmado frente a la tevé, dejando que el tiempo pase, inexorable, imperdonable, ante mis inexpresivos ojos. Así comienza la columna sin gestión empresarial, si se anima, sígame.

Mire, voy a ir derechito a un asunto de discusión masiva en este otoño 2021 en un país que hasta hace dos años su gente solo pensaba en el próximo viaje a Europa -y en sacar a Bonomi del Ministerio del Interior-, pero que ahora discute sobre quienes pueden o no pueden comer en las ollas populares. Está bien, quizás usted pueda decirme pero qué te vas a poner a hablar de ese tema cuando en tú pueblo ni siquiera hay ollas y a las meriendas gratuitas que se organizan no va nadie (o casi nadie). La verdad es que le podría responder que nada de lo humano me es ajeno (no crea que esa frase es mía, por favor), pero se la hago más simple: escribo de lo que me surge mirando a mí alrededor en un tiempo cambiante y convulso, que siempre nos está poniendo ante nuevas encrucijadas.

En verdad, más que decirle algo quería hacer un par de preguntas al aire, como para ir empezando esta narración. Acá van: ¿En serio hay quienes piensan que hay gente que le gusta ir a “garronear” la comida a las ollas? ¿En serio piensan que hay quienes se creen vivos porque no se pueden generar su propio alimento y deben hacer cola por un plato de comida en el club del barrio o en la esquina de su casa? Permítame decirle que es un pensamiento demasiado básico, ciertamente primitivo.

No le discuto, puede haber algún avivado, si, en toda actividad humana hay avivados (hasta en el mundo de las altas finanzas hay gente que se aviva y aprovecha cualquier oportunidad para meter el garrón. Digo, como para poner un ejemplo en el otro lado del espectro), pero transmitir que eso puede ser un fenómeno masivo, es una idea que menosprecia a la gente de bajos recursos, que discrimina y estigmatiza.

¿Sabe? Puedo entender que esto se diga como comentario callejero, que haya gente que por no manejar información precisa, desde su inocencia, pueda decir cosas como esas (entender, no es aceptar), pero haberlo escuchado también de un jerarca del gobierno -el ahora ex subsecretario del Mides Armando Castaingdebat-, me parece como para preocuparse, porque el también ex Intendente de Flores, maneja la información necesaria como para saber que eso no es así, que quienes pueden “garronear” la comida en la olla de la esquina, son una ínfima cantidad de personas y que quienes están recurriendo a la alimentación mediante la ayuda estatal o la solidaridad popular, lo están haciendo porque no les queda otra alternativa, porque arrasaron con todas sus alternativas de generar ingresos y la ayuda que les dan es insignificante.

Mire, no me cabe duda alguna de lo que digo, la mayoría de quienes concurren a las ollas populares por su alimento, deben sentirse impotentes al no poder sustentarse por sí mismos, todo lo demás que se diga queda en el anecdotario, en el “biru biru” de las discusiones de pueblo o de las llamadas “tertulias periodísticas” (que de periodísticas tienen poco), que se encuentran por la tevé.

Pero en medio de todo ese barrullo, lo que está ausente de la discusión es cómo llegamos a necesitar las ollas populares; por qué un país que ayer no más, se golpeaba el pecho con orgullo y se creía una especie de rareza en el concierto de las naciones, está ahora hundido en una especie de lodazal intelectual, discutiendo quien puede o no puede comer con la solidaridad ciudadana, contando muertes y cayendo en la desazón. Le juro que le doy vueltas y no puedo entenderlo, más allá de lo sabido sobre el coronavirus y sus efectos devastadores, que no completa toda la respuesta a mi interrogante.

Ya que estamos hablando de ollas, podríamos referirnos a otra utilidad que tienen los utensilios de cocina, el de usarlas como elemento para manifestar público descontento. En Uruguay, en los últimos tiempos de la dictadura, las “caceroleadas” fueron un elemento de presión muy fuerte hacia el régimen militar, al que se le exigía la apertura democrática; se hacían oír, porque eran movidas que convocaban a todos los sectores democráticos del país.

Con democracia plena, las cacerolas han sido utilizadas por distintos sectores sociales con el objetivo de presionar a los poderes de turno, llegando a verse momentos absurdos y hasta cómicos, como el de las señoras con tapados de pieles en Carrasco, con sus caras ollas, protestando por no me acuerdo qué (probablemente quisieran sacar a Bonomi).

En este 2021 pandémico, en redes sociales se convocado, en particular en Montevideo –en el interior también pero con relativa menor repercusión-, a caceroleadas de inconformidad con el gobierno (las movidas son los días martes). Es cierto que las restricciones a la movilidad por el “covicho” obligan a ser creativos a la hora de movilizarse, de manifestar un descontento, pero el abuso con una misma estrategia, termina por desgastar y hace que pierda toda efectividad y éste, me parece que puede ser un caso. La primera “caceroleada” tuvo cierta repercusión, pero las siguientes han perdido fuerza y todo queda en un limitado círculo militante, sin rumbo ni objetivo.

¿Me pregunta si le di a la cacerola? A decir verdad, mis ollas son tan escasas que ni da para abollarlas demasiado. Recuerde además que mi faceta elucubradora mira de lejos y lejos está de comprometerse con una opinión definitiva, porque filosóficamente sigo a Mujica cuando dice “así como te digo una cosa, te digo la otra”.

Sí, me da el espacio como para referirme al despido de Bartol del Mides. Sin pena ni gloria se va Bartolo con sus teorías de numerario del Opus Dei. Desmanteló todo lo que pudo, tal como se lo ordenaron, y ahora que está hecho el trabajo sucio, le dan el lugar a uno de los delfines presidenciales (que la verdad, es como una historia paralela con el padre presidencial, Luis Lacalle Herrera y Héctor Martín Sturla, aquel diputado –también pelado, hermano del Cardenal-, que se lo señalaba como el heredero Lacalle padre, pero que falleció muy pronto), Martín Lema, para que éste intente lucirse con un ministerio hecho a la vieja usanza de la política clientelar, sin sustento técnico.

Paso raya y me retiro, no me haga hablar de cosas que no quiero. La segunda década del siglo XXI viene de extrema sensibilidad por lo cual hay veces que es preferible no decir todo lo que uno piensa, aunque esté escribiendo una nota de opinión, un día después del Día de la Libertad de Prensa en el mundo.

Como le decía al comienzo, si la columna tuviera gestión empresarial, es probable que no se dijeran algunas cosas, pero el intelecto desbocado hay veces que puede más que el sentimiento de prudencia y así salen estos textos que no se miden y que a algunos aún pueden interesarles y a otros pueden parecerle vomitivos. Es lo bueno de tener la posibilidad de pensar con libertad, incluso en el disentimiento total. Hasta cuando cuadre. Ya se está haciendo larga la despedida.

Por Javier Perdomo.

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